MÁNCHESTER, Inglaterra — Todo comenzó en San José, Costa Rica, el sábado por la noche, con un gol del delantero Kendall Waston y un grito de Kristian Mora, quien comentaba en Teletica Deportes el juego de la selección costarricense
contra Honduras. “El mundial, el mundial, el mundial”, bramó, una y otra vez, mientras Waston corría hacia los aficionados del Estadio Nacional y miles de personas salían a las calles para celebrar. “Eso es lo que el país está gritando”.
Un día después, la fiesta llegó a Alejandría, Egipto. La falta de nerviosismo de Mohamed Salah al cobrar un penalti, nuevamente en el minuto 95, dio a los anfitriones una sufrida victoria contra el Congo y un lugar en la Copa del Mundo por primera vez en 28 años. Salah, cargado en los hombros por sus compañeros de equipo, lo describió como el “sueño de su niñez”. Tantos aficionados llenaron las calles de El Cairo que, en un momento dado, apareció un helicóptero del ejército que lanzó banderas egipcias desde el aire.
El lunes, en la cúspide del Círculo Polar Ártico, llegó el turno de Islandia que le ganó a Kosovo, con lo que se convirtió en el país más pequeño que ha clasificado para un mundial. En el campo de Reikiavik, los jugadores islandeses aplaudieron y entonaron sus populares cánticos de celebración. El ruido de sus festejos resonó en todo el mundo.
Argentina, angustiada durante tanto tiempo por el desempeño de su selección, logró clasificar gracias a un triplete de Lionel Messi contra Ecuador; también lo hizo su rival y contrapeso existencial, Cristiano Ronaldo, ya que Portugal superó a Suiza al final.Y el martes llegó el clímax: en Quito, Ecuador, y Couvo, Trinidad; en Lima, Perú y Lisboa; en Ciudad de Panamá y Sídney, Australia, y San Pedro Sula, Honduras. Al final de cuatro días de la tensión más exquisita, el golpe de gracia, en el día posiblemente más notable del fútbol internacional para una generación.
Panamá, que venció a Costa Rica, asistirá por primera vez a un campeonato del mundo gracias, en parte, a un gol que no sucedió. Fue una situación tan novedosa para el país que el día siguiente fue declarado fiesta nacional. Estados Unidos, cayó ante Trinidad y Tobago, por lo que no clasificaron. El juego brillante de Christian Pulisic no fue suficiente para evitar que el país se pierda un mundial por primera vez desde 1986.
Honduras podría clasificarse, gracias a su victoria contra México, pero deberá vencer a Australia, que batió a Siria con un gol decisivo después de 199 minutos. Este es uno de los partidos de repechaje para clasificarse a Rusia; en el otro se enfrentarán Nueva Zelanda y Perú —una selección que le debe mucho a David Ospina, el portero de Colombia, y a un árbitro con ojos de águila—. Perú y Colombia empataron, 1-1, en Lima.
El gol de Perú lo hizo Paolo Guerrero, quien pateó un tiro libre indirecto de forma directa, es decir, sin tocarla antes con otro compañero por lo que el gol no habría sido válido. Sin embargo, el arquero Ospina no vio que el árbitro había alzado el brazo para señalar la infracción y se lanzó a intentar tapar el disparo. Si Ospina no la hubiera tocado, la pelota habría entrado pero Perú estaría fuera. Así fueron los márgenes. En los últimos días, así fue el drama.
La atracción que generan las competiciones de clubes de Europa es tan grande y las interminables telenovelas que rodean a sus equipos son tan convincentes, que es fácil que esos países que se definen como el corazón del juego desprecien al fútbol internacional.
Después de todo, la Liga de Campeones se ha convertido en el máximo estándar del fútbol, una competición en la que los jugadores pueden lograr la grandeza. Pelé y Maradona construyeron sus leyendas en los mundiales, cuando era la única competencia que reunía a los mejores durante un tiempo para que gran parte del resto del mundo pudiera verlos y evaluarlos. Messi y Ronaldo, por el contrario, se encuentran con sus compañeros cada dos semanas en la Liga de Campeones, y lo hacen frente a una audiencia de millones.
Las ligas nacionales también han mejorado mucho: el empuje de la Premier League, inundada con sumas inimaginables de dinero, y el glamur de Barcelona y el Real Madrid o el Bayern Munich y la Juventus. En las dos últimas décadas, la rápida globalización del fútbol ha convertido a los jugadores de esas ligas en ídolos cuyas camisetas todos quieren comprar, son las competiciones que sueñan con ganar, y esos son los equipos a los que los aficionados les dan sus corazones, cada semana, cada mes y cada año.
Los partidos internacionales, por el contrario, reflejan otra problemática. Las cifras de asistencia en Europa, incluso en Italia y España, sugieren una falta de participación: regularmente los partidos se realizan en estadios más pequeños con el fin de generar un mejor ambiente, pero ni siquiera eso puede mitigar las vastas franjas de asientos vacíos. En Inglaterra, que tiene una selección que regularmente atrae a la mayor cantidad de público, pareciera que el juego de los clubes se ha convertido en el motor del deporte.
Ese es el privilegio del éxito. Las selecciones superpoderosas de Europa se clasificaron para Rusia, sin sudar: Inglaterra, España y Alemania terminaron invictas sus campañas. Alemania, campeona del mundo, no perdió ni un punto. Portugal, Francia e Italia perdieron una sola vez. Fue una clasificación aburrida porque fue demasiado fácil.
A las personas que salen de sus hogares para celebrar en Islandia, Egipto, Panamá o al mismo Kristian Mora que gritó hasta quedarse ronco, les importa el fútbol internacional, de una forma que rara vez es experimentada en los juegos de clubes. Millones de personas sintonizan la Premier League, la Liga de Campeones o un clásico en todos esos países. Pero se declaran muy pocas fiestas nacionales.
Y sin embargo, era imposible ver toda esa alegría sin preguntarse si podría ser la última vez. Este es uno de los últimos ciclos de clasificación para una Copa Mundial de 32 equipos. En 2026, gracias a la decisión de la FIFA a principios de este año, se clasificarán 48 países.
La justificación es clara. La emoción de la clasificación para el mundial es el atractivo del fútbol internacional, su único punto de venta, y sin embargo, se puede perder. Entonces resulta mucho mejor que todo ese drama sea embotellado, almacenado y liberado en forma concentrada, como parte de las eliminatorias. Así más gente puede verlas y, de esa manera, más gente pagará. Para la FIFA, el drama solo cuenta si puede ser monetizado.
Aquí hay un malentendido fundamental. Costa Rica no explotó de alegría ni Panamá declaró una fiesta nacional o los egipcios inundaron las calles porque esperan ganar la Copa del Mundo. Fue un despliegue de alegría simplemente por participar, por lograr algo raro y maravilloso.
Tan pronto como participar se convierte en una obligación, esa alegría desaparece. Ahí es cuando el fútbol internacional se vuelve aburrido. La FIFA se propuso transformar la Copa del Mundo porque —oficialmente— piensan que cuanta más gente inviten, mejor serán los partidos. Solo olvidan que gran parte de la emoción, del compromiso de los aficionados, nace al ganar esa invitación exclusiva para poder jugar.
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