Tenía unos 10 años cuando me diagnosticaron por primera vez un trastorno de ansiedad grave y me recetaron medicamentos.
También fue a esa edad cuando recuerdo haber sentido claustrofobia por primera vez, aunque no aprendería a ponerle nombre hasta mucho más tarde.
Estaba jugando a las escondidas en la casa de un familiar y me metí en un armario.
Cuando intenté salir, la puerta no se abría desde adentro.
Empecé a sentir mucho calor y comencé a gritar y llorar. Había gente afuera tratando de ayudarme a abrir la puerta, pero la verdad es que sentí que me iba a morir allí. Debí de haber estado encerrada en el armario durante unos dos minutos, pero me parecieron horas.
Un par de años después, estaba almorzando con mis amigos en un aula de la escuela que tenía una gran puerta de madera. Un niño de nuestro grupo cerró la puerta. Como iba un poco dura, no pudimos abrirla.
Mis amigos lo encontraron divertido, pero yo estaba gritando, llorando y comencé a tener un ataque de pánico. Finalmente, un maestro nos oyó y logró abrir la puerta. A partir de entonces, necesitaba revisar las puertas y las cerraduras dondequiera que fuese.
Hasta el día de hoy, la claustrofobia ha afectado mi vida a diario.
No puedo entra en un baño que no tenga un hueco en la parte inferior o superior lo suficientemente grande para que pueda escapar a través de él si es necesario. Los baños de las cafeterías, completamente cerrados, me hacen sentir físicamente enferma.
En los hoteles, lo único que puedo hacer es esperar que no entre nadie, porque no cierro la puerta por dentro.
Se trata de pequeñas cosas que otras personas pueden hacer y yo no. Incluso me cuesta entrar en un taxi o en el carro de otra persona si sé que las puertas se cierran automáticamente o si oigo el clic de la cerradura.
He aceptado y dejado empleos en tiendas de ropa desde que tenía 16 años, y el año pasado renuncié definitivamente para trabajar por mi cuenta. Trabajar en una tienda me resultaba muy difícil porque no podía entrar en los ascensores ni en los vestuarios.
Fue una experiencia horrible. Cosas sencillas como ir a un armario a buscar un perchero me ponían los pelos de punta. Tenía que poner un pie en la puerta mientras buscaba algo para evitar que se cerrase, o pedirle a otro miembro del personal que lo buscara por mí.
Los ascensores son lo que más me afecta. Incluso ver uno me hace entrar en pánico, y no puedo tocar las puertas, por no hablar de entrar.
No creo que a nadie le gusten los espacios cerrados, pero la gente tiende a pensar que lo que me pasa es que simplemente no me gustan nada.
Lo que no entienden es el miedo absoluto y los ataques de pánico y las pesadillas que conlleva la claustrofobia. La gente siempre me dice: "No me gustan los ascensores, pero me subo", como si fuera algo que tendría que superar. Pero es mucho más que eso.
La claustrofobia es un miedo irracional a los espacios cerrados, no la ansiedad natural que la mayoría de las personas experimenta en una situación en la que podrían quedar atrapados de manera indefinida. Las personas que conviven con esta enfermedad experimentan una sensación de peligro desorbitada.
Mi trastorno de ansiedad y la claustrofobia pueden tener algunos síntomas superpuestos, aunque hay características de mi ansiedad con la que no tienen relación alguna.
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A pesar de que el NHS (el servicio nacional de salud del Reino Unido) estima que alrededor del 10% de las personas tendrán claustrofobia en algún momento de sus vidas, ser una mujer de 20 años que no puede cerrar las puertas con llave o subirse a un ascensor me hace sentir muy cohibida.
Normalmente la claustrofobia se trata con terapia cognitivo-conductual (TCC), pero yo todavía no he recibido un tratamiento formal. En vez de eso, he tratado de sobrellevarlo.
Esto puede sonar extraño, dado que sí tengo un tratamiento para el trastorno de ansiedad desde que tenía 13 o 14 años. Pero la ansiedad afectaba mi vida a niveles muy preocupantes: no podía estar en grandes multitudes, me costaba muchísimo hacer amigos, trataba de hacer dieta y básicamente tenía que hacer frente a un millón de pensamientos a la vez.
Las cosas se pusieron tan mal que incluso tuve que dejar la escuela, a pesar de que tenía unas calificaciones muy altas.
Como resultado, la claustrofobia quedó en segundo plano, porque siempre había logrado encontrar una forma de solucionarlo, no me condicionaba de la misma manera.
Pero ahora que soy mayor, y tengo la ansiedad más controlada, la claustrofobia es más predominante. Tengo que organizar mi día alrededor de la fobia, y es un gran desafío. La manera en que lo hago es descubrir con antelación cómo son los inodoros, si hay escaleras además del ascensor y en el coche de quién voy a entrar.
Tengo la suerte de que mi novio, con quien estoy desde hace mucho tiempo, me apoya mucho. Vivimos juntos, y le quita hierro al asunto. Igual que mis amigos. Pero cuando estoy con alguien nuevo, me resulta difícil.
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Es muy incómodo decirle a un conductor que no puedes entrar en su automóvil porque tiene cierre centralizado, por lo que me siento en silencio y trato de no entrar en pánico.
Intento no dejar que eso me deprima, pero la claustrofobia me ha impedido hacer muchas cosas. A mi novio y a mí nos encanta visitar Londres y siempre vemos las increíbles fotos de otra gente desde arriba del edificio Shard, el más alto de la ciudad, o en la rueda del London Eye. No soy capaz ni de considerar ir a ninguno de estos dos sitios, a pesar de que lo deseo mucho. Mi cuerpo y mi mente no me lo permiten.
Pero eso no significa que sea una causa perdida. Hace poco más de un año superé uno de los desafíos más difíciles al que alguien con mi enfermedad se puede enfrentar: tomé mi primer vuelo. También significó que me dieron el primer diagnóstico de claustrofobia de mi vida.
Fui a ver a mi psicoterapeuta para hablar sobre la ansiedad y cómo podía arreglármelas en un vuelo. Como parte de mi terapia, la psicoterapeuta me hace hablar sobre ciertas situaciones que me ponen ansiosa, y, ese día, gran parte de lo que estaba describiendo eran en realidad situaciones claustrofóbicas.
Aunque en ese momento no lo hablamos con detalle, escucharla decir en voz alta "esto suena a claustrofobia" me dio la confianza para reconocerlo.
Estar atrapado en un enorme tubo de metal en el que ni siquiera se pueden abrir las ventanas suele ser aterrador para las personas con claustrofobia, pero finalmente en noviembre de 2017 me subí a un avión.
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Teníamos un vuelo a Malta en las primeras horas de la mañana. Cuando llegué al aeropuerto, todavía con sueño, recibí ayuda adicional por mi ansiedad, lo que significa que podía saltarme las colas para el embarque y que también me permitirían salir del avión la primera al llegar al destino.
Estaba bien hasta que tuve que entrar en el túnel que lleva hasta el avión. Cuando vi la puerta del avión, empecé a llorar. Me había hecho creer a mí misma que estaría bien y me recordaba la gran cantidad de personas que hacen esto cada día. Sin embargo, en el momento en el que se hizo realidad empecé a cuestionármelo todo.
Al final me subí al avión, pero sentí un gran pánico y lo odié. Me pasé el vuelo concentrándome en respirar y distrayéndome con revistas. También tomé unas pastillas que me habían recetado para la ansiedad. Cuando el avión comenzó a moverse, comencé a entrar en pánico otra vez.
Pero lo conseguí, y estoy muy orgullosa de decir que desde entonces he tomado más aviones.
Y, a pesar de todos estos desafíos, también tengo muchas otras cosas de las que estar orgullosa.
Aunque renuncié a mis buenas notas para conseguir ayuda para la ansiedad, volví a estudiar un año más tarde y ahora, a los 20 años, estoy cursando psicología en la universidad.
También creé mi propio negocio, una empresa social que educa a las personas sobre el papel que puede desempeñar la condición física en el cuidado de nuestra salud mental. Este nuevo empleo también me permite trabajar desde casa, lo cual me va mucho mejor que trabajar en espacios como una tienda u oficina.
Aunque la claustrofobia rige mi vida, estoy tomando pasos para liberarme de ella. Me digo a mí misma que si puedo lograr tantas cosas en otras parcelas de mi vida, también puedo hacerlo con esto. Y, quién sabe, tal vez algún día subiré al edificio más alto de Londres.
*Aimee Browes contó su testimonio a la periodista Poorna Bell
Esta nota fue publicada originalmente en BBC Three. Puede leerlaaquí.
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